Algunas personas dicen
que cuando uno es pequeño y pierde un ser querido, el dolor, es menor y más
llevadero, porque claro, uno es tan diminuto que no asemeja los grandes
acontecimientos como lo haría un adulto. Bueno, por experiencia propia, puedo
decirle a estos charlatanes que se equivocan por completo. Recuerdo con
claridad cada detalle, aunque minúsculo sea, de la tarde en que me informaron
que mi hermana mayor había muerto.
El calor se hacía
sentir en Buenos Aires. Recuerdo que, como eran vacaciones de verano, tenía
interminables horas para jugar, pero siempre el mismo problema: ningún amigo.
Yo estaba sentada en el sillón de una forma bastante infantil, de cabeza y con
los pies apuntando al techo, mientras miraba Plaza Sésamo. Me gustaba ver las cosas de una perspectiva diferente. Al revés era una de mis favoritas. En la pantalla se veía al monstruo de las galletitas
haciendo alguna de sus travesuras que tanto me gustaba imitar. El personaje
estaba tratando de alcanzar un gran tazón lleno de galletas de chocolates que
se encontraba en la parte superior de una gran heladera y obviamente tenía que
recurrir a una serie de intentos ridículos y peligrosos para alcanzarlas. El
resultado era totalmente predecible, el monstruo perdió el equilibrio mientras
intentabas subir por una escalera ridículamente alta y al caer se aferró a la
heladera con sus pequeñas manitos azules de monstruo, derribándola sobre él
mismo. Me reí hasta que tuve que sentarme adecuadamente en el sillón para poder
respirar mejor, creo que también ayudó que estuviera de cabeza varios minutos y
mi miedo a que toda mi sangre se me fuera al cerebro.
El timbre del
teléfono hizo eco en la inmensidad de mi hogar, que a veces creía era demasiado
grande para sólo cuatro personas, y más en aquel momento que mi hermana,
Camila, había empezado la universidad. Para colmo Camila conoció a su novio Matías ese mismo año. Recuerdo lo enojada
que estaba cuando los vi juntos por primera vez. Pero no voy a hablar de él,
eso vendrá después. Volviendo a esa llamada telefónica que irrumpió tan
descortésmente en mí casa, puedo decirles que nunca me hubiera imaginado lo que
realmente significaba.
-¡Teresa! Estoy
mirando Plaza Sésamo-grité como una
niña caprichosa, como lo que era, como lo que me dejaba ser Teresa, que tanto
me mimaba.
-Lo se señorita no
se preocupe- respondió desde la cocina con total gentileza y alegría, como
Teresa siempre era. ¿Quién iba a decir que a partir de ese momento no la
volvería a escuchar de esa forma?
Un par de minutos
pasaron, algunas escenas del monstruo de las galletas y sus amigos, hasta que
finalmente recordé que era la hora de
comer, gracias a las quejas de mi estómago. Mi instinto fue buscar a Teresa,
porque siempre la buscaba para todo. No tenía a nadie más durante el día. Le grité para no tener que moverme del
sillón pero no hubo respuesta, sólo entonces recordé la llamada telefónica.
Decidí que era mejor averiguar por mi cuenta qué era lo que retenía tanto a
Teresa.
-Tengo hambre Tere…
No pude terminar la
frase. Nunca la había visto de esa manera. Estaba pálida, como si hubiera visto
un fantasma, temblaba frenéticamente, y se aferraba al teléfono como si su vida
dependiera de ello. No comprendía lo que estaba sucediendo, en un momento
estaba viendo mi programa favorito esperando por la exquisita comida de Teresa
que siempre me preparaba al mediodía, y en el otro estaba tratando de levantar
a Teresa del suelo. Mi infantil mente pronto pudo deducir que la llamada de
teléfono había sido la culpable de cualquier mal que le estuviera pasando a
Teresa, aunque pronto descubriría que también me afectaría.
Principalmente a mí.
Principalmente a mí.
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